domingo, 14 de septiembre de 2014

Torero quise ser…

Cuando era niño, quería ser torero. Quería ser torero, como querer ser bombero o astronauta. Era un capricho de la niñez, no una vocación verdadera.

Con las agujas de tejer de mi mamá y con una toalla del baño improvisaba un estoque, banderillas y una capa que nunca fue roja. Ensayaba ensartarlas en un asiento con forro de tela, en el que siempre era más fácil disimular los agujeros que quedaban luego de cada faena, de lo que hubiera sido en uno de cuero.

No recuerdo más sonidos que los gritos de ole, no sé si improvisados por mis hermanos o provenientes del televisor en blanco y negro en el que veía las imágenes de las corridas, en los tiempos en los que por la caja cuadrada transmitían hasta las temporadas de ópera en el Teatro Colón. Supongo que por cuestiones de la edad, el toreo era para mí visual, no auditivo.

Y creo que no se equivocan quienes dicen que la fiesta brava tiene arte, aunque sí quienes creen que es solamente arte y nada más. Y eso empecé a entenderlo con mi primer recuerdo auditivo significativo de una corrida de toros por televisión. Creo que entonces ya era en color, pero yo seguía siendo un niño. Al menos, un preadolescente. Entonces, en una transmisión de no sé qué famosa feria, el toro de turno se estrelló con mucha fuerza contra el burladero y la cubierta del cuerno se partió.

Todavía no le habían clavado las banderillas, no le habían clavado la pica… pero los lamentos del animal eran sobrecogedores. ¿Cómo se llama eso técnicamente en el mundo taurino? ¿Bramidos? ¿Bufidos? No sé, pero estoy seguro de que no es impreciso referirme a eso como lamentos. Finalmente devolvieron al animal a los corrales y no tengo idea de cuál sería su suerte posterior.

Tras descubrir la faceta ‘auditiva’ de los toros (y no me refiero solo a la partida del cuerno contra el burladero), empecé a compadecerme del animal y a dejar de ver corridas por televisión. Y aunque no puedo negar que me impresiona el valor de los toreros, que César Rincón exaltó mi orgullo patrio durante sus temporadas triunfales en Las Ventas y que no puedo dejar de admirar el componente artístico de la tauromaquia, hoy día estoy convencido de que esta no es sino una lamentable manifestación de la crueldad del ser humano.

No sé por qué los taurófilos se empeñan en negarlo, cuando simplemente sería más fácil reconocer que gozan con el sufrimiento del toro, que inventar un sartal de excusas y justificaciones sin sentido.

Excusas como que el toro no siente… ¿No siente? ¿Entonces qué son sus lamentos, sus jadeos, su cansancio? Quizás tengan un grado de resistencia muy superior que el de un ser humano, pero seguro sienten. Creo que quienes dicen que el toro no siente son como los fumadores que afirman que el cigarrillo no les hace daño, o que no les importa si lo hace porque “de algo se ha de morir uno”; la diferencia es que el fumador está acabando con su corazón y sus pulmones, no atravesando los de un animal que no puede opinar el respecto.

Otros dicen que el sufrimiento de los toros es mayor en los mataderos… Y bueno, ese es un argumento en contra de los mataderos, no a favor de las corridas de toros. Uno no puede decir que Colombia está bien porque Venezuela está peor.

O la de siempre: que habiendo tanta violencia en contra de los seres humanos en Colombia y en el mundo, ¡cómo hay gente que se preocupa por el sufrimiento de los toros, o de los animales en general! Y pues sí, la mente y el corazón humano son muy cerrados, pero no creo que lamentar la suerte de un pobre toro en la plaza (o en el matadero) demuestre desinterés por el sufrimiento humano.

Al final, la decisión de la Corte Constitucional frente a la acción de la Alcaldía para eliminar las corridas en Bogotá no es más que otro elemento del anecdotario político colombiano; otra muestra de las consecuencias que tienen las decisiones efectistas o populistas, pero cortoplacistas y sin sustento. De esas que en el país generan polémica por 15 días y luego se olvidan, hasta que alguien revive la polémica para ver si le paran bolas.

Al final, taurófilos y antitaurinos tienen derecho a defender su causa. A lo que no le encuentro sentido es a que se consideren válidos argumentos como que el toro no siente, que en los mataderos sufren más o que debería importarnos más el sufrimiento de la gente que el de los animales, para justificar esa lamentable manifestación de la condición humana que nos hace disfrutar del dolor ajeno, de volver fiesta el sufrimiento de un animal, de convertir en espectáculo público la muerte de un ser vivo.